La entrevista se desarrolla en la madrileña plaza de Chueca, donde llegamos buscando una terraza en la que fumar, con alguna parada en el camino para que Terele Pávez, 74 años, tome resuello. La actriz ha vencido a muchos demonios pero no al tabaco, que le sigue quitando el aliento. Durante la charla hay múltiples interrupciones.
Se acerca un sintecho etíope desdentado al que Terele da 10 euros por dos paquetes de kleenex; otra chica se lleva tres euros a cambio de dos mecheros; una vecina, de nombre Carmen, que sólo quiere mostrar su admiración al trabajo de Terele, acaba contando que ha acogido a dos indigentes en su piso de 40 metros, y se marcha con dos entradas para el teatro. Óscar, sentado en la mesa de al lado, le interpreta con mucho histrionismo una escena de su personaje preferido, La Celestina, y la invita a comer en su restaurante en Toro (Zamora). Al final, entre lo regalado y lo recibido, la balanza queda equilibrada. Será verdad que uno recoge lo que siembra.
- La precede la fama de ser una persona muy difícil y complicada, pero no lo parece.
- Es que tengo una fama más rara... Pero nadie que haya trabajado conmigo le dirá eso. Cuando en los Goya todo el mundo se puso de pie, no se puso de pie ante una estatuilla sino ante Terele. De verdad, sólo he tenido problemas con un director, con Miguel Narros. Luego nos hemos reído los dos de aquello. Narros era muy difícil. Yo hacía de Tisbea y los ensayos fueron infernales, hasta el punto de que un día me llamó al despacho y me dio un bofetón que me tiró contra la pared. Yo lloraba, estaba enamorada de él, porque Narros era seducción total. Me fui, hubo un juicio y lo gané, pero nunca más me abrieron las puertas del Teatro Español. Todo esto con mi familia y él siendo íntimos amigos.
- ¿Era la oveja negra de la familia?
- Oveja negra o al menos gris. Yo era la pequeña de la familia y de las amistades y todo el mundo me ha querido de una forma especial. ¡Qué graciosa, qué personalidad! Pero cuando dejaba un trabajo siempre quedaba la duda. Acabé en Cuéntame y me decían que cómo me había ido, como si fuera cosa mía.
- La otra abuela de la serie, María Galiana, no muere nunca.
- Ni un catarro. Como decía yo: «Que coja un catarro María». La gente no entendía la muerte de Pura y me echaba la culpa.
- Sobre la ovación de los Goya, tras cinco nominaciones gana en la edición a la que no ha asistido el ministro de Cultura. Si hubiera estado, ¿le habría dicho algo?
- En absoluto. Yo estoy en contra de romper las ceremonias así, salvo cuando no hay más remedio porque se impone una historia tan fuerte como fue la guerra de Irak. No puedo ponerme del lado del que está sufriendo con un Goya en la mano y un traje de noche. Me parece ostentoso, me da vergüenza. Discuto mucho esto con actores. Les digo: «A mí me ponéis en la calle con una pancarta, hasta que entre en el Parlamento, pero en una fiesta de otra cosa, no». Insisto, no das una fiesta para decir: «Cuando venga le tiramos la tarta». Esas tonteriítas no.
- ¿Es usted una persona honrada?
- Honrada y consecuente, con mis equívocos y con mis aciertos. Para mis aciertos soy generosa, necesito compartirlos, y mis equivocaciones me las como solita.
- ¿De qué equivocaciones habla?
- Muchas, muchas. Ahora no es el momento de hablarlas. Cuando vaya a morirme, se lo cuento.
- Ya que menciona la muerte: si hoy fuera el último día de su vida, ¿qué estaría haciendo ahora?
- Si lo supiera de verdad, estar con mi hijo y con algún amigo si quisiera venir, que me pusieran musiquita y darles la mano y decirles: «Tengo un miedo...». O a lo mejor no. Me daría mucha paz. Y si me encontrara muy mal, al menos tener sus miradas, notar su cariño y desde luego que estuviera mi hijo, si lo soporta.
- Con su hijo, Carolo, tiene una relación muy intensa.
- Muy fuerte, sí. Hemos vivido los dos solos y eso une mucho, con anécdotas y momentos de apuros para aburrir y nos hemos salvado de todas. Hemos pasado Nochebuenas y veranos sin ropa, sin dinero, y siempre ja ja ja ja, riéndonos. Recuerdo que tenía un pantalón y se lo lavé en casa de una amiga, era el único pantalón que tenía entonces. Se voló por la noche, se quedó hecho jirones, y nos daban ataques de risa. Siempre hemos tenido un humor muy bueno. Y hemos sabido lo que es que te corten la luz y hacer la trampa de la luz. Carolo ha aprendido a ver el lado bonito del mundo, lo de La vida es bella.
- Imagino que se refiere a los largos periodos de ostracismo en los que lo ha pasado mal. Ha tenido una carrera muy intermitente, ha vivido de pensión en pensión...
- De pensión en pensión, sí. Hasta que Enma y Emiliano [su hermana Enma Penella, fallecida en 2007, con la que siempre ha tenido una relación tormentosa, y el marido de ésta, el productor Emiliano Piedra] compraron un piso (en Madrid) cuando hice Los Santos Inocentes [1984], y me dijeron: «Vas a vivir allí». Aunque siguiéramos sin hablarnos. La relación con mi hermana Enma fue muy especial. En el fondo era de un amor tremendo, todas nos hemos querido, también Elisa [Elisa Montés, la tercera hermana, también actriz] y yo. Casi no nos vemos, pero nos han unido cosas muy íntimas. Teníamos unas discusiones tan imbéciles. «Hija, cómo te has pintado los ojos». «Claro, como tú te los pintas tan bien...». «¿Perdona? Si te ha molestado...». «Pues sí, me ha molestado». «Es que no se te puede decir nada». «Pues anda que a ti». Ésas eran las discusiones.
- ¿No había celo profesional?
- ¡Qué va! Nos hemos querido a rabiar, pero hemos sido muy maleducadas, la palabra es esa, maleducadas. Nuestras madre nos educó así: «Déjalas, dejalas, que sean felices, que se levanten cuando quieran, que hagan lo que quieran».
- ¿Aquel piso es ahora su casa?
- La tengo en usufructo. Lo más bonito es lo que me dijeron las niñas [las tres hijas de Enma]: «Mamá lo ha dejado en el testamento pero nosotras también». Como diciendo: estamos de acuerdo. Cuando murió Enma, me decían: «¡Qué cabezotas habéis sido y cómo te quería mamá!». Y yo a ella. Pero por cualquier tontería... Yo creo que lo que hubo es mucha competitividad de cáracter: a ver quién tiene más cojones.
- ¿Cómo es esa casa que le dejó?
- Parece que viven los 40 ladrones. Se ha ido rompiendo todo: el calentador, el no sé qué en la cocina... Lo hemos ido dejando todo y estoy deseando, en cuanto acabe el teatro, dedicarme ella. Antes, si arreglaba la puerta no comíamos.
- Si le dijeran que está ardiendo su casa y que puede salvar una sola cosa, ¿qué pediría?
- ¿Una cosa? Un jersey. El que me puse cuando estuve por última vez con mi hermana, dos días antes de morir. Lo doblé, lo guardé y a veces lo saco, le doy un beso y lo abrazo. Para mí es como tener algo vivo de ella. Siempre que pienso en ella la recuerdo en la época de El Verdugo. Enma tenía el pelo largo, estaba guapísima y delgada, siempre fue llenita. Su vida ha sido un régimen continuo y nos hemos reído mucho de ella con eso. Le decíamos: «Sé una dieta que no falla». «Dime, dime». «Mira, escribes una carta...». Y ella: «¿Sí, sí?, toda atenta». «Y la llevas en persona a Albacete andando, y cuando regreses [carcajadas] estarás delgada». «¡Idiota!».
- ¿Cuándo falleció estábais bien?
- No. Pero no estábamos mal, ni nos acordábamos, era más una costumbre. Le dije a las niñas: «Cogimos la costumbre de no hablarnos».
- Tiene usted una cuarta hermana, con la que su padre [Ramón Ruiz Alonso, político de la CEDA, señalado por Ian Gibson como el hombre que detuvo a Lorca] se fue a vivir a Las Vegas en 1978.
- Mi hermana Marijuli, la única que no quiso ser actriz, se casó con un americano. Entonces dijeron que mi padre había huido por lo de Gibson y Lorca. ¿Qué va a huir? Se quedó viudo, estaba medio cojo, ya mayor, solo, y Marijuli, que era un poco su preferidilla, le dijo: «Vente a Las Vegas, que te vamos a cuidar».
- ¿En casa se habló lo de Lorca?
- Sí, claro. Mi padre fue, lo detuvo, pero ni dio la orden ni nada. Él cumplía una orden. Lo escogieron como persona de confianza que pudiera sacarlo de allí sin que le pasara nada, porque Lorca tenía sus enemigos. Se lo dejó a los Rosales, que eran los que mandaban allí, y adiós muy buenas. Fue el mediador, el tonto útil, porque mi padre era tonto en el sentido de inocente. Le llamaban el diputado obrero porque iba con alpargatas de esparto, con un mono, salía así de su imprenta. Era de derechas, del mundo de Gil Robles, de los jóvenes, que eran muy buena gente, con creencias arcaicas si se quiere, pero no eran ni asesinos ni nada parecido.
- Y por eso se niega a interpretar a BernardaAlba. ¿Se va a quedar con la espinita de no hacerla?
- Todo lo contrario, la espina sería hacerla. Es algo espiritual, de respeto a mi padre, a la historia, al sufrimiento que este tema me ha causado, que nadie sabrá. Y sé que sería un exitazo porque tengo una Bernarda tan mía. Para mí Bernarda está llena de amor, es una mujer que quiere proteger tanto a las hijas, tiene tanto miedo al sexo de sus hijas, que las vuelve locas, y eso está lleno de ternura y de amor.
- Hablando de ternura, ¿quién es Manolito, el sintecho con el que se la retrató en la calle?
- Manolito es un amigo y todo un señor, le hicieron cámaras ocultas y todo y no pudieron con él. Yo estoy mucho con la gente de la calle, pero aquella imagen en la que parece que estoy tirada entre cartones...
- No habría sido la primera actriz que acaba en al calle...
- Querían llevarlo por ese lado pero no era cierto. Podrían haber dicho: «Terele Pávez estaba dormida», o «¿cuántas cervezas se habrá tomado?». Lo que les diera la gana, pero no que vivo en la calle. A Manolito lo conocía de la plaza de Santa Ana y cuando tenía dinero le daba. Ese día me senté con él. «¿Quieres tomar algo?». «Un bocadillo». «Pues ten». «Tráeme una cerveza». Y me quedé dormida. Llevaba 20 años haciendo eso, para mí fue asombroso la repercusión. A mi hijo lo llamaban 30 veces al día, querían que fuera a la tele a cobrar dinero, y dijo que no, claro, y eso que estábamos sin un duro....
- ¿Y qué ha sido de Manolito?
- He ido a buscarlo ahora que me va bien y puedo ayudarlo, y me han dicho que ha salido de la calle. Vive con su hermana. Está muy bien.
- ¿Temió usted acabar en la calle?
- No. Vivía una etapa mala pero pensaba que pasaría, eso o matarme, no sé como explicarlo. Tenía una decepción... No encontraba conexión con nada. Se juntaron muchas cosas, lo de Enma y lo de otras personas muy importantes en mi vida, se fueron todos en un mes o así. Vivíamos de lo que Carolo ganaba. Pero cuando la prensa se puso así, pensé que no volvería a trabajar. [Interrumpe la entrevista un indigente de Etiopía que ofrece kleenex. «La conozco», le dice a Terele, «me daba comida, buena mujer». Ella le da 10 euros y le desea suerte]
- Ha sido muy generosa...
- Mientras lo tenga soy así, y si no lo tengo, le hablo igual, que lo agradecen. A alguno le he dicho: «No tengo nada, tengo tabaco», porque sé lo valioso que es un pitillo. Con el alcohol, lo mismo bebo que no bebo, no lo necesito, pero el tabaco... Cuando no he tenido para fumar, he buscado colillas. Descubrí dónde buscar. Decía: «Paradas de autobús, que siempre llega el autobús cuando enciendes un pitillo». Y, efectivamente. Ahora ya no, para encontrar una colilla buena ahora...
- Ahora tiene su propia cajetilla, acababa de finalizar una exitosa obra de teatro y hay un proyecto con Álex de la Iglesia a la vista. ¿Volverá otra época oscura?
- No, y además me voy a poner guapísima. Estoy de dentistas, voy a hacer pilates, a nadar...
- En la etapas en que nadie le daba trabajo como actriz, ¿ha trabajado en otras cosas?
- Lo he intentado, pero la gente no se fía. Iba a trabajar de asistenta con una señora, a fregarle la casa y eso. Pero echaron Cañas y Barro en la tele y me vio. La señora me dijo: «¿Usted es actriz?». Y no me cogió.
- ¿Por?
- Unos por respeto y otros por desconfianza: ¿qué hará esta aquí? ¿por qué no la contratan en lo suyo? Otra vez fui a una cafetería a pedir trabajo: «Si queréis mentimos y decimos que soy relaciones públicas o que he puesto dinero». Se quedaron pasmados. Es que podía ser ladrona, podía ser de todo. Una persona que está como estaba yo....
- ¿No se ha casado?
- No. Me iba a casar con el padre de mi hijo, civilmente, pero en esa época te hacían firmar unos papeles renunciando a la religión católica.
- ¿Es usted creyente?
- Muchísimo. No me gusta nada hablar de religión, porque suele parecer una contradición que yo sea religiosa con la vida que he llevado. Pero yo soy un renglón de Dios, torcido, pero de Dios.